17.04.2020
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OBJETUALIDAD #7

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OBJETUALIDAD #7

Este podcast es parte del proyecto Re-Imagine Europe, cofinanciado por el programa Creative Europe programme de la Unión EuropeaMúsica de Kali Malone. Comisariado y producido por Roc Jiménez de Cisneros.

Ese que escuchas de fondo es Lee “Scratch” Perry, el productor, cantante, poeta y pionero absoluto que revolucionó la música jamaicana en los años sesenta y setenta. Pero no es una de sus grabaciones. Es parte de Negus, una película de Simone Betruzzi y Simone Trabucchi, el dúo también conocido como Invernomuto. Negus es una especie de exorcismo audiovisual e histórico, que une música, magia y política.

El punto de partida en la cronología espiral de la película es un evento histórico real que tuvo lugar en el pueblo italiano de Vernasca en 1936, en plena ocupación italiana de Etiopía: para celebrar el regreso de un soldado local herido, los aldeanos organizaron espontáneamente un ritual en la plaza del pueblo, en el que quemaron un muñeco de papel casero que simbolizaba a Haile Selassie I, el último Negus de Etiopía y el Mesías del movimiento Rastafari. Pero ese muñeco no es lo único que arde en Negus, porque, de hecho, el fuego recorre toda la película. El fuego que quemó la efigie del Negus en 1936; fuego como parte del contra-ritual chamánico orquestado por el propio Perry en la misma plaza del pueblo, unos 80 años después; el fuego que consumió su legendario estudio Black Ark a finales de la década de 1970, su forma personal de deshacerse de los «espíritus inmundos». Y todo esto encaja perfectamente aquí, porque vamos a hablar de cosas que arden, de entropía, de la combustión y sus restos, de ebullición, de cocción y, lógicamente, de comida. 

Alan Moore señala el fuego y la cocción como el punto de inflexión crucial en el desarrollo de la conciencia en tiempos prehistóricos. Moore describe ese punto de inflexión como el momento “en el que algun homínido dejó una patata demasiado cerca del fuego del campamento o, tal vez, cuando un relámpago fulminó a ese desafortunado homínido y, después de algunos momentos de horror, sus compañeros de la tribu pensaron ‘pues, bien mirado, huele bastante bien’. Antes de la invención de la cocina, necesitábamos usar aproximadamente el 90% del valor calórico de un alimento solo para masticarlo. Lo cual no es muy eficiente. Y para eso teníamos mandíbulas enormes.

Cuando empezamos a cocinar y encontramos una manera de ablandar la comida, durante los milenios posteriores, la forma de nuestras mandíbulas cambió. Ya no necesitábamos esas mandíbulas gigantescas, y se hicieron más pequeñas. Eso permitió que nuestro cráneo superior se expandiera enormemente, y lo llenamos de cerebro”. Ahí queda, el fuego no solo como el elemento clave de la cocina, sino como un catalizador para la evolución.  Stephen Pyne lo expresa así en su fantástico, Fire, A Brief History. Dice: “La humanidad y el fuego se han mezclado en una simbiosis prácticamente biológica. En casi todas partes, el fuego ha asumido un rostro humano y se ha convertido en el doble pírico de la humanidad. Desde la primera huella del Homo Sapiens, la ecología del fuego ha implicado ecología humana».

Cuando la física moderna desarrolló nuestra noción reciente de entropía, la quema de combustibles cotidianos, como la madera que se convierte en brasas que se convierten en cenizas, fue uno de los ejemplos más recurrentes de la idea. Las cenizas son la mejor ilustración de la irreversibilidad. Podemos arreglar un vaso roto, un paraguas doblado o un hueso fracturado, pero una vez que algo se quema por completo, no hay vuelta atrás. Por eso el poderoso Fénix que se levanta de sus propias cenizas en la mitología griega es una imagen tan poderosa, porque significa invertir la flecha del tiempo y arrojar la entropía por la ventana.

Es esa irreversibilidad lo que agrega valor a los rituales relacionados con el fuego. Las llamas son el elemento de unión que imparte la brutalidad de la entropía sobre lo que se promulga, celebra o simboliza. La infame disco demolition night de 1979, en la que se quemaron miles de vinilos de música disco en un estadio de béisbol de Chicago como parte de un evento radicalmente racista y homófobo; los supuestos sacrificios humanos en las antiguas quemas de figuras de mimbre del paganismo celta; las ceremonias de sacrificio de fuego en múltiples religiones védicas; incendios de iglesias provocados por miembros de la comunidad black metal noruega en los años noventa; la persecución católica de las llamadas brujas, herejes y otras heterodoxias, quemadas en la hoguera durante la edad media; las constantes referencias a “la sangre y el fuego” en la cultura rasta, para volver fugazmente a Jamaica. Y la lista continúa. De hecho, la adoración del fuego se encuentra entre las formas de religión más antiguas registradas, y aparece en diversos grados como una especie de entidad sobrenatural y extremadamente poderosa en casi todos los cultos, probablemente debido a la importancia del fuego en la cultura humana desde el Paleolítico inferior.

En lugares donde el fuego es parte del paisaje, como en Islandia, la mitología está estrechamente relacionada con el fuego. Islandia es, obvio, una tierra de hielo. Pero también es tierra de fuego, lava y turbulentas eyecciones de vapor que constantemente recuerdan a sus habitantes que el mundo que hay debajo de nuestros pies está más caliente de lo que a veces creemos. El Völuspa, una colección de mitos islandeses compilados en el siglo XIII pero probablemente escritos antes, describe así el fin de los tiempos: «El sol se desvanece, la tierra se hunde en el mar, las estrellas desaparecen del cielo, y el humo y el fuego destruyen el mundo mientras las llamas alcanzan el cielo». En una isla con tanta actividad volcánica, es comprensible que los mitos de la creación se forjen en el fuego.

En 1783, el volcán Laki en el sur de Islandia entró en erupción, arrojando lava, cenizas, polvo y gas durante no menos de ocho meses, interrumpiendo así los patrones climáticos, la agricultura, la economía y el transporte en todo el hemisferio norte. Sus efectos directos mataron a una cuarta parte de la población de Islandia, causó una hambruna en Egipto, congeló una parte del río Mississippi y frenó las economías del norte de Europa hasta tal punto que numerosos historiadores ambientales lo consideran un factor importante en el proceso que desencadenó la revolución francesa de 1789. Es decir, el fuego como una herramienta increíblemente útil, pero también un elemento peligroso. Y como tal, un arma potencial.

Durante siglos, el fuego y las armas incendiarias se contaron entre los instrumentos de guerra más efectivos, destructivos y temidos en batallas y asedios. El fuego era la forma más fácil de destruir territorios, y no requería gran habilidad. Lo usaron los escoceses en innumerables redadas durante las Guerras de Independencia, en las que los soldados quemaron grandes porciones de campo en el norte de Inglaterra, transformando profundamente toda la región. Inglaterra adoptó rápidamente las tácticas escocesas durante la Guerra de los Cien Años en Francia, donde el fuego se convirtió en el arma principal en un esfuerzo por destruir completamente el paisaje francés y, por lo tanto, su economía, como parece confirmar la famosa cita de Jean Juvénal des Ursins: “La guerra sin fuego es como las salchichas sin mostaza”.

Al principio de Carrie, la novela escrita por Stephen King en 1974, la protagonista recibe todo tipo de abusos empapada de agua, en las duchas de las chicas tras la clase de educación física, y cierra el círculo de odio al final de la historia con lo opuesto al agua: fuego, consumiendo a todo el mundo en el baile de graduación. Shelley Stamp señala que «Carrie no destruye la escuela sino que la somete a una purga ritual a través del fuego y el agua, utilizando las mangueras de agua y el equipo eléctrico». Así pues, la catástrofe final de la novela es un acto de rebeldía adolescente de Carrie frente al constante adoctrinamiento de su madre sobre la purificación.

El fuego también es uno de los hilos comunes a lo largo de la trilogía de The Dark Knight, de Christopher Nolan. En las tres películas, el fuego es casi sinónimo del poder incontrolable, malévolo y crudo de los villanos que aterrorizan a Gotham. Pero, por encima de todo, es, nuevamente, un símbolo de la purificación mediante la inmolación de un sistema podrido y corrupto, eso que los rastafaris llaman Babilonia. En el primer episodio, mientras incendia la residencia Wayne, Ra’s al Ghul le dice a Batman que «cuando un bosque crece de  forma demasiado descontrolada, un fuego de purga es inevitable y natural». En la segunda parte, mientras Wayne trata de entender el comportamiento irracional del Joker, Alfred le dice que «algunos hombres solo quieren ver el mundo arder», justo antes de que el Joker empiece a prender fuego a las calles de Gotham. Y en la tercera y última entrega, Bane cita A Tale of Two Cities de Charles Dickens con su simple y sombría advertencia del futuro inmediato: “El fuego asciende”.

En efecto, Bane, pero no en todas partes. En la Tierra, o en cualquier otro gran objeto con suficiente fuerza gravitacional, el fuego apunta hacia arriba. Cuando una llama arde, calienta la atmósfera a su alrededor, haciendo que el aire se expanda y se vuelva menos denso. La gravedad atrae aire más frío y denso a la base de la llama, desplazando el aire caliente que, como dice Bane, se eleva. Pero en el espacio exterior, por ejemplo dentro de una nave espacial, con menos oxígeno, menos gravedad, el aire caliente se expande pero no hacia arriba.

En el espacio, las llamas se expanden de forma esférica, y son mucho más difíciles de apagar. En marzo de 2009, la NASA comenzó a probar lo que acuñó como FLEX (abreviatura de FLame Extinguishment Experiment) en la Estación Espacial Internacional, para comprender mejor cómo se comporta el fuego en microgravedad y para desarrollar mecanismos de extinción de incendios para futuros vehículos tripulados, que es por supuesto una prioridad en un medio tan delicado.

La novela de ciencia ficción de Andy Weir Artemis es un thriller ingenioso y lleno de acción ambientado en una colonia lunar envuelta por una compleja conspiración de dinero, energía, mafia y comunicaciones de alta velocidad. Pero en el fondo, Artemis es también, simplemente, una historia sobre la escasez, sobre las cosas que faltan en la colonia. En la luna no hay aire, hay mucha menos gravedad, y los bienes cotidianos esenciales son extremadamente difíciles de conseguir, por lo que la trama gira en torno al personaje principal, Jazz Bashara, lidiando con las cosas que faltan en la colonia lunar, así como las cosas que los habitantes de Artemis deben evitar a toda costa – como el fuego. En un pasaje de la novela, Jazz se encuentra con un acaudalado hombre de negocios de Artemis, que trivializa el peligro que sus queridos habanos de contrabando constituyen en ese frágil entorno. “¡Tengo una habitación hermética! ¡Mi humo no molesta a nadie! ¡Es una injusticia!” a lo que Jazz responde: “Vete a la mierda. Es fuego! Un incendio en Artemis sería una pesadilla. No podemos salir afuera, precisamente. Los materiales inflamables son ilegales a menos que sean indispensables. Lo último que queremos es un montón de idiotas paseándose con mecheros”.

Fuera del ámbito de la ficción, «un montón de idiotas paseándose con mecheros» podría servir también como lema de los brutales incendios forestales que destruyeron cerca de un millón de hectáreas de selva amazónica en verano de 2019. Este gran aumento en el número de incendios forestales en la región se debió a una combinación de los métodos de cultivo ilegales pero comunes de tala y quema (el corte y la quema de plantas para limpiar la tierra para el cultivo), con el repentino aumento de las temperaturas que conlleva la estación seca, incrementado en gran medida por la desidia total de las empresas y gobiernos involucrados en la explotación de la selva tropical.

Las técnicas de tala y quema se han utilizado durante miles de años en la cuenca del Amazonas, y pueden verse como una especie de farmakon: veneno y remedio. Fácilmente destructivo cuando los factores externos se alinean, y también directamente responsable de la gran cantidad de «suelo negro» en la región, que los pueblos indígenas de la zona han utilizado durante siglos para convertir las áridas praderas amazónicas en tierra fértil. Estos trozos oscuros del terreno se conocen como «terra preta», literalmente «suelo negro» en portugués, debido a su característico color negro, consecuencia del carbón vegetal, el ingrediente principal de una mezcla que también incluye fragmentos de hueso, cerámica y excrementos de animales. El carbón permanece en el suelo durante miles de años y ayuda a retener minerales y nutrientes, por lo que este subproducto de la quema ha sido un agente crucial en el desarrollo de la agricultura en la Amazonía.

En su libro Environment, Scarcity, and Violence, Thomas F. Homer-Dixon destaca la importancia de las regiones forestales tropicales no solo como un sumidero de dióxido de carbono, sino también como «un vasto depósito de información genética, la mayoría contenida en insectos y microbios aún por identificar o catalogar. La biodiversidad del planeta es un recurso enorme para el desarrollo de nuevos cultivos, medicamentos y una amplia gama de productos industriales, desde pinturas hasta lubricantes». Homer-Dixon señala también la correlación directa entre la simplificación de los ecosistemas (es decir, la reducción de la biodiversidad en las tierras de cultivo, los bosques plantados y otros ecosistemas gestionados) y la extinción. Y se refiere a la extinción a pequeña escala, pero lo mismo se puede aplicar a los llamados eventos de extinción masiva, de los cuales los expertos han logrado identificar cinco hasta hoy, todos ellos en tiempos prehistóricos, más un sexto en ciernes, gracias a nuestros titánicos esfuerzos.

En 2009, el paleontólogo Peter Ward propuso su provocadora hipótesis de Medea que ofrece una interpretación de las extinciones masivas en términos de autodestrucción: la idea de que la vida multicelular en la Tierra es suicida, o biocida, por naturaleza. O, en sus propias palabras, que «la vida no es benigna para las especies distintas de sí misma». Según esta hipótesis, que utiliza el mito griego de Medea (la Tierra), que mata a sus propios hijos (la vida multicelular) como metáfora, las extinciones masivas son simplemente la forma en que la Tierra regresa a su estado microbiano por defecto. En cierto modo, la teoría de Ward es similar al mito del Fénix, un mecanismo anti-Gaia que disminuye su propio nivel de entropía. Lo cual incluye la actual crisis ecológica provocada por el hombre, por cierto.

Quizás el ejemplo más conocido de los cinco grandes eventos de extinción masiva, aunque no puede interpretarse como un evento medeano, ya que no tuvo nada que ver con microbios ni con vida inteligente en la Tierra, está directamente conectado al fuego. En este caso, fuego del espacio exterior. Es conocido como el evento de extinción del Cretáceo-Paleógeno, hace unos 66 millones de años, y fue uno de los principales puntos de inflexión en la vida del planeta, que borró a los dinosaurios de la faz de la Tierra, junto con tres cuartas partes de las especies de fauna y flora. La causa aún está en debate, pero está bastante aceptado que una bola de fuego de 10 a 15 kilómetros, un asteroide, impactó en lo que ahora es la península de Yucatán de México, liberando más de mil millones de veces la energía de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Los efectos a corto plazo del impacto de esta colosal bola de fuego incluyen la incineración de grandes superficies terrestres por el pulso de calor del proyectil, por la explosión y el asentamiento del polvo y el vapor de agua y la oxidación del nitrógeno atmosférico y la consiguiente eliminación del ozono. Una vez más, el fuego como uno de los elementos decisivos del curso del planeta.

De hecho, hoy se hace difícil imaginar la Tierra sin fuego. Pero así fue durante mucho tiempo. Un planeta a prueba de incendios, simplemente porque algunos de los prerrequisitos esenciales para el fuego no existían en absoluto. Durante más de dos mil millones de años, nuestra atmósfera prácticamente no contenía oxígeno. Las cianobacterias comenzaron a producir oxígeno por fotosíntesis hace unos 2.700 millones de años. De hecho, el oxígeno empezó a abundar hace tan solo unos 500 millones de años. Las plantas aptas para la combustión no aparecieron hasta hace 400 millones de años, por lo que los primeros incendios reales no existieron en este planeta antes del período Devónico temprano, algo que las fechas más antiguas de carbón fósil parecen confirmar.

La afirmación de Andrew Scott de que “el fuego es una expresión de la vida en la Tierra y un índice de la historia de la vida» resulta un poco exagerada y extremadamente antropocéntrica, porque la vida en el planeta azul va mucho más atrás que nosotros. Pero es fácil equiparar el fuego con varios períodos de aceleración. Lo cual no significa aceleración para la «vida» en general, obvio. No un aumento en la biodiversidad, sino una aceleración de NUESTRA especie. Sucedió en el Pleistoceno, y una vez más, muy recientemente, con la Revolución Industrial. Hace un par de siglos, los humanos cambiaron la biomasa superficial por biomasa fósil para quemar y alimentar la nueva y creciente red industrial, para impulsar la producción de alimentos, incrementar la población hasta un nuevo extremo, etc. Es difícil imaginar todo eso sin el fuego industrial enlatado. Así que la afirmación de Scott del fuego «como un índice de la historia de la vida» puede que no resulte tan triunfante como parece.

El artista suizo Dave Phillips, uno de nuestros invitados en este episodio, dice: «no podemos existir sin insectos, son cruciales para nuestras vidas. Los insectos pueden existir sin los humanos, igual que la mayoría de las otras especies, tal vez es algo que deberíamos considerar”. Con él hablamos sobre los ecosistemas en relación a su práctica de música de protesta ritual. También en este episodio contamos con el escritor y filósofo holandés Rick Dolphijn, cuyo trabajo sobre el nuevo materialismo gravita hacia la comida y eso que él denomina nuevo continuo alimentario. Hablamos con él sobre alimentos, bebidas y sustancias para mejorar el rendimiento. Pero antes arrancamos con una conversación sobre cenizas, fuego, disidencia sexual, flechas de tiempo y temporalidades en los Andes, con el abogado y pensador ecuatoriano Diego Falconí.

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